Dicen que a los cuarenta años se entra en períodos sucesivos de crisis y, aunque no sea del todo cierto ( o al menos no lo he vivido así) sí que piensas más las cosas; cada asunto que se desarrolla a tu alrededor parece que focaliza toda tu atención y acaba siendo del interés más absoluto. Si hablamos de amigos/as, empiezas a preguntarte quiénes son los que verdaderamente están a las duras y a las maduras, si sigues pensando en por qué actúan los que te rodean de esta u otra manera, te vuelves casi obsesiva mirando con lupa si las actuaciones son las más acertadas... Pero dura poco. Un día te levantas y descubres que hay otro yo que está más escondido que nunca y que lucha por salir: te importas más tú, cambias tu escala de valores para quedarte con los primordiales, con los que te hacen sentir feliz, disfrutas de los buenos momentos, saboreas una sonrisa, unas palabras bien dichas, una ternura en un mal momento...
Si la crisis es ser más consciente de todo y sufrir menos ante lo que antes te vapuleaba, bienvenida sea. Una crisis es la antesala de una nueva vida.
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